Cuando hablamos de huayas, sus árboles están por todos lados, y en temporada, sus ramas se llenan de pequeñas bolas verdes que al caer, se rompen para mostrar su carne al que pase y se lamente no haber podido disfrutar tal manjar antes de su encuentro contra el asfalto.
Si bien las huayas son un producto nativo, no son endémicas de Yucatán, esto ciertamente causa una conmoción para quien siempre vivió en dicho estado y no ha salido de él; aun así, es bueno saberlas disfrutadas y compartidas entre más personas. De acuerdo con Jiménez-Rojas et al, las huayas están en “la Península de Yucatán, estando ausente en Centroamérica y nuevamente presente en Colombia y Venezuela a lo largo de la periferia de la región amazónica” (2019, 211) y maduran entre los meses de marzo a junio.
Así pues, como antes pensaba que las huayas solo crecían en un solo sitio, nunca pensé que existían la huaya cubana (Melicoccus oliviformis Kunth) y la huaya india (Melicoccus bijugatus): “estas especies presentan un rango de morfotipos que van desde frutos con características silvestres (tamaños pequeños, poco palatables, etc.) hasta frutos con características domesticadas (tamaños grandes y otras características que favorecen su consumo)” (Carrillo et al, 2021, 169).
En el caso de la huaya india, presenta una variación de sus características ya que se encuentra en un estado reciente de domesticación. Por lo tanto, si bien su evolución fue intervenida por la selección humana, su aspecto aún es el de un fruto silvestre. De todas formas, ambas huayas pueden encontrarse en el traspatio de las casas yucatecas pero se diferencian por la cáscara. De acuerdo con Martínez Castillo (2019), la huaya cubana es la que más se vende en el mercado por tener una cáscara más gruesa y dura que resiste más tiempo, mientras que la huaya india es de cáscara más delgada y lisa que puede provocar que se maltrate más en su traslado.
Tomando en cuenta las subespecies y la selección artificial, “las huayas muestran una gran variedad de sabores (ácido, agridulce, semi-agridulce y dulce), formas (elipsoides a ovoides), colores de la sarcotesta o pulpa (tonalidades de color naranja, rojo coral hasta blanco) y tamaños” (Jiménez-Rojas, 2019, 213). A esto le sumo la jugosidad de su pulpa que hace un poco desordenado su consumo puesto que resbalan de los dedos y los cubiertos son inútiles al comerlas en su forma más simple (solas o con chile y limón), hoy en día, también se producen paletas, helados y mermeladas con los frutos.
Algo que deberíamos tomar en cuenta siempre es la precaución al deleitarnos con las huayas, justamente por lo fácil que es atragantarse con una. Cuando era pequeña, veía a mi abuela y mis tías comiendo las huayas que les regalaba una vecina y deseaba participar en el festín; sin embargo, siempre me fue negado probar el fruto y mi abuela solía asustarme con historias de niños que habían muerto asfixiados por anolar huayas (el verbo anolar proviene del verbo nohla en lengua maya que significa roer o bien revolver algo duro en el interior de la boca). Por un tiempo pensé que eran simples exageraciones, pero el miedo infantil se aferró en mí por lo que transcurridos los años seguía negándome el gusto de probarlas. La realidad es que los frutos son tan tentadores que los yucatecos anhelan su temporada, aun cuando tales accidentes sí suceden:
El Consejo Estatal de Prevención de Accidentes de Yucatán informó que tan sólo de junio a agosto de 2012, temporada de cosecha, comercialización y consumo del fruto, hubo cuatro decesos y diez lesionados. Los fallecidos y accidentados fueron consecuencia de las caídas y el atragantamiento del fruto. (Mejía, 2016)
No fue hasta mi casi adolescencia que me aventuré a degustarlas con mucho cuidado, desde entonces, aún sigo viendo las huayas como frutos prohibidos, pero cuando logro conseguir una o dos, las disfruto lenta y cuidadosamente hasta dejarlas secas. Esta fascinación por las huayas me ha llevado a encontrarlas hasta en la literatura yucateca, como ejemplo, María Luisa Góngora Pacheco escribió X-óotzilil/La pobreza (2009), que inicia así: “Lo que le molestaba a la viejita es que aquel que veía el fruto le daban ganas de comérselo y sin pedirle permiso se subía a la mata y anolaba las huayas” (Góngora, 2009, 106), esta molestia cambiaría con un deseo a un viejito al que ayudó “—Buen hombre —dijo la viejita—, lo único que quiero es que le digas a la huaya que no deje bajar al que suba a sus ramas, hasta que yo lo mande” (Góngora, 2009, 106). Este relato es muy cómico en la forma en que relata desde lo fantástico algo tan cotidiano en la vida yucateca como lo son las huayas, las cuales como hemos visto a lo largo de este trabajo, son tanto fruto como manjar, inspiración y hasta un peligro para los valientes que se atrevan a probarlas.
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